“(…)
Entonces estrené unas botas de color marrón. No sé cómo llegaron a casa ni por
qué fueron directamente a mis pies, pero se trataba de la primera vez que
estrenaba algo, por lo que cada minuto del día era consciente de ellas. Me
llegaban hasta el tobillo, de forma que ceñían todo el pie, trasmitiendo una
rara sensación de seguridad al resto del cuerpo. Proporcionaban a mis piernas
una ligereza sorprendente, como si estuvieran impulsadas por un aliento
invisible. En uno de los cromos de la colección sobre el FBI y la Interpol
salía un zapato cuyo tacón se desplazaba hacia un lado dejando al descubierto
un receptáculo secreto, donde se podían esconder un microfilm y una cápsula de
cianuro. Los tacones de mis botas tenían un grosor semejante al del zapato del
cromo, pero no eran móviles. A mí me gustaba imaginar que el interior contenía
un pequeño motor que aminoraba la fuerza de la gravedad. ¿Cómo explicar, si no,
la ligereza que adquiría cuando las llevaba puestas?.
Se
acoplaban al cuerpo como la masa al molde. En mi fantasía constituían una
extensión de mi piel, de tal manera que por la noche, más que quitármelas, me
las tenía que extirpar. Debido al uso intensivo al que las sometí y a su
probable mala calidad, pronto se manifestó sobre su superficie un conjunto de
grietas que yo intentaba aliviar aplicando sobre ellas, a modo de ungüento
curativo, una capa de jabón de cocina. Pese a mis cuidados, las grietas no
tardaron en convertirse en heridas abiertas por las que se asomaban, a manera
de vísceras, los calcetines. Guardo un recuerdo muy penoso de la agonía de
aquellas botas fabulosas (…)
(...) Tengo desde aquella experiencia la convicción de que el calzado es, de todas las prendas de vestir, aquella que cuenta con una vida propia más activa".
("El Mundo", Juan José Millás)
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