"Katrin se despertó y se preguntó para qué. Empezaba un día del que podía decir con los ojos cerrados que no iba a ser más claro porque los abriera. Uno de esos días en los que se sacrifica la calidez debajo del edredón por la certeza de que fuera no se encontrará nada más satisfactorio que obligaciones que cumplir. Uno de esos días en los que uno intenta constantemente convencerse de que le ha tocado algo bueno, de que todo va bien, de que no se puede quejar. Eso era lo peor de estos días: que aburrían sin descanso, desde el despuntar del alba hasta la liberación al abrazarse a la almohada al caer la noche, y uno no podía quejarse; porque las cosas le iban bien.
Por ejemplo, una ayudante de técnico sanitario de Oftalmología que tenía que pasar seis horas realizando un trabajo en cadena que incluía una vertiente social tenía que mostrarse de buen humor, apretarse las tuercas que hiciera falta en el cerebro, para tratar a los pacientes según la normativa de la buena atención al cliente, y exprimir hasta la última gota de alegría y ganas de vivir que se le podía extraer a un maldito y oscuro día de diciembre. A cambio, en el mejor de los casos, recolectaría piropos de folleto publicitario referidos a la blancura de sus dientes o el brillo de sus ojos verdes. En la mayoría de los casos, sin embargo, envidias; porque la gente tiene muy mal carácter y cuando se ve a alguien de buen humor y con ganas de vivir, sobre todo en uno de esos días, lo lógico es pensar que a ésa, a ésa sí que le va bien".
("La huella de un beso", Daniel Glattauer)