"Salva no supo qué decir. Era incapaz de comprender por qué Elena no sentía la misma indignación que a él le embargaba. No podía entender que, en aras de la reconciliación y de la paz, ahora pretendieran que todos fueran juntos de pintxopote como si no hubiera pasado nada. No podía entenderlo cuando tanta gente había tenido que dejar su vida e irse de su pueblo por cuatro mal nacidos; cuando tantos de habían tenido que conformar con un "lo siento" a escondidas cuando le habían matado a algún ser querido; cuando lo poco que quedó del hombre que amaba la mujer que tenía enfrente, el hombre al que Salva consideró su amigo, lo habían tenido que recoger con escoba y cogedor. ¿O era ese el precio que debían pagar para que todo aquello llegara a su fin, el precio para que ya no hubiera más muertos, más acoso y más silencio cómplice?
Elena alargó la mano y le tocó la muñeca. Él la miró con los ojos furiosos y parecía como si no estuviera ahí.
-No necesitas su perdón, Salva -dijo Elena-. Tú mismo lo has dicho. Guardar rencor a los que nos hicieron esto es como tomarte veneno. Corta el cordón, no dejes que el odio te consuma. No te pueden hacer perder tu humanidad, porque si lo consiguen, han ganado dos veces".
("El último gudari"; José María Nacarino)