"(...) O tal vez no siempre lo seas, tal vez las cosas que suceden en el mundo se expliquen por la ocasión, por ejemplo, la luna deslumbrante que el músico recuerda de su infancia habría pasado en vano si él se encontrara durmiendo, sí, la ocasión, porque tú ya eras otra vez una pequeña muerte cuando regresaste al dormitorio y te sentaste en el sillón, y más pequeña aún te hiciste cuando el perro se levantó de la alfombra y se subió a tu regazo que parecía de niña, y entonces tuviste un pensamiento de los más bonitos, pensaste que no era justo que la muerte, no tú, la otra, viniese algún día a apagar la brasa de aquel suave calor animal, así lo pensaste, quién lo diría, tú que estás tan habituada a los fríos árticos y antárticos que hacen en la sala en que te encuentras en este momento y adonde la voz de tu ominoso deber te llamó, el de matar a aquel hombre que, dormido, parecía tener en la cara el rictus amargo de quien en toda su vida había tenido una compañía realmente humana en la cama, que hizo un acuerdo con su perro para que cada uno soñara con el otro, el perro con el hombre, el hombre con el perro, que se levanta de noche con su pijama de raya para ir a la cocina a matar la sed, claro que sería más cómodo llevarse un vaso de agua al dormitorio cuando fuera a acostarse, pero no lo hace, prefiere su pequeño paseo nocturno por el pasillo hasta la cocina, en medio de la paz y el silencio de la noche, con el perro que siempre va detrás y a veces pide salir al patio, otras veces no. Este hombre tiene que morir, dices tú".
("Las intermitencias de la muerte", José Saramago)