"Supongamos que de un extremo de la soga de la vida tiran veinte hombres y del otro extremo tira un niño. Si el tema a trata es la duda, caerá el niño. Si el tema a tratar es la verdad, caerán los veinte hombres.
Hay tanto disfraz, tanta excusa, tanta coartada en nuestro día a día que ya hemos olvidado cuáles son las verdaderas verdades. Y más aún: dónde encontrarlas y quiénes las representan y defienden. Quizá nunca las conocimos completamente, pero algo había en nuestra inocencia, en nuestra capacidad de asombro infantil que, en mayor o menor medida, aún las mantenía con vida en nosotros. Y, a veces, muy pocas veces, todavía aparecen de improviso en las palabras de un anciano, en los ojos de un desconocido o en las manos que ofrecen ayuda a otras manos.
¿Por qué está tan poco valorado lo verdadero? ¿Por qué la astucia, la argucia, la picaresca parecen más validas para vivir y sobrevivir en estos tiempos y en este mundo? ¿Por qué nadie reacciona ante la oleada de mentiras sociales, políticas, informativas que estamos viviendo? ¿Por qué permitimos que nos enmascaren la verdad asiduamente y nos la vendan prefabricada por intereses ilegítimos y nos la den a probar siempre edulcorada, al antojo de una minoría embaucadora de la mayoría?
Me hago estas preguntas desde hace muchos años, pero sobre todo, con mayor tristeza, desde que empecé a pensar por mí mismo y a descreer de un ser humano al que parecen quedarle mejor otros nombres autoimpuestos: ser inhumanizado, ser aborregado, ser alienado, ser adoctrinado. Y sin embargo, curiosamente, cada vez me preocupa menos esa invisibilidad de los verdadero (lo verdadero es por sí mismo) y sí los motivos que la respaldan y los intereses que la ocultan. Eso sí me quita el sueño.
¿Por qué cada día nos son revelados más casos de corrupción, de injusticia, de engaños, de robos, de burlas a la ley y a la ciudadanía en general?¿Y por qué nadie parece inmutarse?¿Es la verdad, cuando sale a la luz tan impactante que nos hemos acostumbrado a descreer también de ella?¿Está el hombre tan acostumbrado a acatar la mentira que ha dejado de afectarle la verdad cuando es destructiva y dolorosa?¿Estamos tan mediatizados por la televisión, las noticias masivas, la información fluctuante de internet que nos cuesta diferenciar la realidad de la ficción y, más aún, la realidad de la invención?
Como ya he dicho, lo verdadero es por sí mismo, y no puede ser destruido ni tergiversado por la acción humana, prevaleciendo sobre ella cuando y donde menos lo imaginamos. La verdad, por definición, es única y dueña de sí misma. La verdad es fin, y todo turbio interés por convertirla en medio termina por mudarla en fraude. ¿Es a esto a lo que nos hemos acostumbrado?¿Son tantas las falsas verdades que hemos tomado como buenas y fiables, que ahora no sabemos diferenciarlas de su versión fidedigna?¿Son estos los preceptos morales hacia los que avanzamos?
Deberíamos sentir miedo por todo este entramado de enrevesamientos, apariencias, evasivas y disimulos interpuestos entre nosotros y la verdad. Ver lo que no existe puede ser fe, pero ver lo que no existe y otros nos hacen ver es ceguera. Y no es una ceguera casual: cuantas más versiones se nos da de lo verdadero más nos alejamos de la única versión fehaciente que puede ser lo verdadero.
Es generalizado el tejemaneje. Va de boca en boca, de boca a oído y de pensamiento a pensamiento. Incluso podemos ser cómplices de él sin ni siquiera sospecharlo. Lo vivimos a nivel político, judicial, empresarial y hasta sindical. Lo vivimos en las relaciones de desconfianza hacia terceros. Lo vivimos en las propias máscaras con las que nos enfrentamos a nuestra propia concepción de nosotros mismos. Por eso interesa tanto generar dudas: la duda del ser en sí mismo como individuo conlleva a la duda del ser como sociedad. Y la duda genera caos, y el caos genera miedo, y el miedo genera represión. Y no sigo... porque los pocos lectores atentos que hayan alcanzado con su lectura hasta esta línea, no necesitarán que siga.
Así mismo, si la propia palabra Verdad ha sido ninguneada y despojada de sus significados más irrefutables, ¿qué sentido verdadero tendrán ahora otras palabras, ideas e ideales esenciales como Libertad, Justicia, Democracia, Solidaridad, Empatía, Bondad? Y así mismo: ¿de qué sirve saber la verdad? O, dicho de otro modo: ¿de qué sirve saber que no sabemos la verdad?
En base a todo esto, dejo aquí tres preguntas, tres ejemplos, que me lanzaba, con pesimismo en su voz, un buen amigo hace unos días: ¿De qué nos sirve saber de forma documentada y certera que la energía nuclear solo nos puede traer desgracias, como las de Chernobyl o Fukushima, si pasan los años y nos reaccionamos?¿De qué sirve saber que los bancos son entidades desarrolladas a partir de sistemas de sociabilización de clases y de privilegios para solo unos pocos, si pasan los años y no reaccionamos?¿De qué nos sirve saber que la mayor parte de la comida que consumimos está adulterada, contaminada por todo tipo de productos transgénicos, tóxicos y hasta cancerígenos, y favorece el consumo de energías no renovables y las desigualdades entre pobres y ricos, si pasan los años y no reaccionamos?
El gran escritor, pensador y crítico William Saroyan escribió: "Hace mucho tiempo nos inventamos las reglas, y ahora, después de todo este tiempo, nos preguntamos si son las auténticas, si no cometimos algún error desde el comienzo". Y de esta frase, terriblemente verdadera, ha pasado ya casi un siglo.
Yo no tengo las soluciones, por supuesto. No, al menos, las soluciones globales. Sí procuro tener mis propias soluciones o paliativos al error, porque siempre he creído que los grandes cambios provienen, fundamentalmente, de uno mismo. Y si algo he aprendido en mi mediana pero intensa edad, es que la verdad real siempre está muy cerda de la felicidad real: trabajar en lo que uno ama, tener menos cosas pero cuidar mejor de ellas, no engañarnos a nosotros mismos para no engañar a nadie, usar la verdad para construir y no para destruir(nos). Con esta sencilla conciencia escribo. Con esta necesaria conciencia me gustaría ser leído"
Hay tanto disfraz, tanta excusa, tanta coartada en nuestro día a día que ya hemos olvidado cuáles son las verdaderas verdades. Y más aún: dónde encontrarlas y quiénes las representan y defienden. Quizá nunca las conocimos completamente, pero algo había en nuestra inocencia, en nuestra capacidad de asombro infantil que, en mayor o menor medida, aún las mantenía con vida en nosotros. Y, a veces, muy pocas veces, todavía aparecen de improviso en las palabras de un anciano, en los ojos de un desconocido o en las manos que ofrecen ayuda a otras manos.
¿Por qué está tan poco valorado lo verdadero? ¿Por qué la astucia, la argucia, la picaresca parecen más validas para vivir y sobrevivir en estos tiempos y en este mundo? ¿Por qué nadie reacciona ante la oleada de mentiras sociales, políticas, informativas que estamos viviendo? ¿Por qué permitimos que nos enmascaren la verdad asiduamente y nos la vendan prefabricada por intereses ilegítimos y nos la den a probar siempre edulcorada, al antojo de una minoría embaucadora de la mayoría?
Me hago estas preguntas desde hace muchos años, pero sobre todo, con mayor tristeza, desde que empecé a pensar por mí mismo y a descreer de un ser humano al que parecen quedarle mejor otros nombres autoimpuestos: ser inhumanizado, ser aborregado, ser alienado, ser adoctrinado. Y sin embargo, curiosamente, cada vez me preocupa menos esa invisibilidad de los verdadero (lo verdadero es por sí mismo) y sí los motivos que la respaldan y los intereses que la ocultan. Eso sí me quita el sueño.
¿Por qué cada día nos son revelados más casos de corrupción, de injusticia, de engaños, de robos, de burlas a la ley y a la ciudadanía en general?¿Y por qué nadie parece inmutarse?¿Es la verdad, cuando sale a la luz tan impactante que nos hemos acostumbrado a descreer también de ella?¿Está el hombre tan acostumbrado a acatar la mentira que ha dejado de afectarle la verdad cuando es destructiva y dolorosa?¿Estamos tan mediatizados por la televisión, las noticias masivas, la información fluctuante de internet que nos cuesta diferenciar la realidad de la ficción y, más aún, la realidad de la invención?
Como ya he dicho, lo verdadero es por sí mismo, y no puede ser destruido ni tergiversado por la acción humana, prevaleciendo sobre ella cuando y donde menos lo imaginamos. La verdad, por definición, es única y dueña de sí misma. La verdad es fin, y todo turbio interés por convertirla en medio termina por mudarla en fraude. ¿Es a esto a lo que nos hemos acostumbrado?¿Son tantas las falsas verdades que hemos tomado como buenas y fiables, que ahora no sabemos diferenciarlas de su versión fidedigna?¿Son estos los preceptos morales hacia los que avanzamos?
Deberíamos sentir miedo por todo este entramado de enrevesamientos, apariencias, evasivas y disimulos interpuestos entre nosotros y la verdad. Ver lo que no existe puede ser fe, pero ver lo que no existe y otros nos hacen ver es ceguera. Y no es una ceguera casual: cuantas más versiones se nos da de lo verdadero más nos alejamos de la única versión fehaciente que puede ser lo verdadero.
Es generalizado el tejemaneje. Va de boca en boca, de boca a oído y de pensamiento a pensamiento. Incluso podemos ser cómplices de él sin ni siquiera sospecharlo. Lo vivimos a nivel político, judicial, empresarial y hasta sindical. Lo vivimos en las relaciones de desconfianza hacia terceros. Lo vivimos en las propias máscaras con las que nos enfrentamos a nuestra propia concepción de nosotros mismos. Por eso interesa tanto generar dudas: la duda del ser en sí mismo como individuo conlleva a la duda del ser como sociedad. Y la duda genera caos, y el caos genera miedo, y el miedo genera represión. Y no sigo... porque los pocos lectores atentos que hayan alcanzado con su lectura hasta esta línea, no necesitarán que siga.
Así mismo, si la propia palabra Verdad ha sido ninguneada y despojada de sus significados más irrefutables, ¿qué sentido verdadero tendrán ahora otras palabras, ideas e ideales esenciales como Libertad, Justicia, Democracia, Solidaridad, Empatía, Bondad? Y así mismo: ¿de qué sirve saber la verdad? O, dicho de otro modo: ¿de qué sirve saber que no sabemos la verdad?
En base a todo esto, dejo aquí tres preguntas, tres ejemplos, que me lanzaba, con pesimismo en su voz, un buen amigo hace unos días: ¿De qué nos sirve saber de forma documentada y certera que la energía nuclear solo nos puede traer desgracias, como las de Chernobyl o Fukushima, si pasan los años y nos reaccionamos?¿De qué sirve saber que los bancos son entidades desarrolladas a partir de sistemas de sociabilización de clases y de privilegios para solo unos pocos, si pasan los años y no reaccionamos?¿De qué nos sirve saber que la mayor parte de la comida que consumimos está adulterada, contaminada por todo tipo de productos transgénicos, tóxicos y hasta cancerígenos, y favorece el consumo de energías no renovables y las desigualdades entre pobres y ricos, si pasan los años y no reaccionamos?
El gran escritor, pensador y crítico William Saroyan escribió: "Hace mucho tiempo nos inventamos las reglas, y ahora, después de todo este tiempo, nos preguntamos si son las auténticas, si no cometimos algún error desde el comienzo". Y de esta frase, terriblemente verdadera, ha pasado ya casi un siglo.
Yo no tengo las soluciones, por supuesto. No, al menos, las soluciones globales. Sí procuro tener mis propias soluciones o paliativos al error, porque siempre he creído que los grandes cambios provienen, fundamentalmente, de uno mismo. Y si algo he aprendido en mi mediana pero intensa edad, es que la verdad real siempre está muy cerda de la felicidad real: trabajar en lo que uno ama, tener menos cosas pero cuidar mejor de ellas, no engañarnos a nosotros mismos para no engañar a nadie, usar la verdad para construir y no para destruir(nos). Con esta sencilla conciencia escribo. Con esta necesaria conciencia me gustaría ser leído"
("Observaciones sobre la verdad", Artículo en Periódico de Extremadura de José Manuel Díez)
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