"...Pero ya no tiene miedo. Lo perdió, al igual que las lágrimas. Y con el miedo y las lágrimas perdió las primeras furias, la cólera iracunda que debía sofocar, escondida en un panteón del cementerio del Este, cuando escuchaba las descargas de los fusiles y los tiros de gracia. Ya sólo sentía una rabia amarga, que tragaba despacio con su desolación mientras se acercaba a los cadáveres con unas tijeras en la mano...
...La primera vez que doña Celia fue al cementerio del Este, se repitió a sí misma que no volvería a hacerlo. Y fue llorando. Por Almudena lo hizo, porque doña Celia no tuvo la suerte de saber a tiempo que iban a fusilar a su hija. Ella no había podido darle sepultura, ni le había cerrado los ojos, ni le había lavado la cara para limpiarle la sangre antes de entregarla a la tierra. Almudena. Y por eso va todas las mañanas al cementerio del Este, y se esconde con su sobrina Isabel en un panteón hasta que dejan de oírse descargas. Por eso corre después hacia los muertos, y corta con unas tijeras un trocito de tela de sus ropas y se los muestra a las mujeres que esperan en la puerta, las que han sabido a tiempo el día de sus muertos, para que algunas de ellas los reconozcan en aquellos retales pequeños, y entren al cementerio. Y puedan cerrarles los ojos. Y les laven la cara."
("La voz dormida"; Dulce Chacón)